“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

Thich Nhat Hanh

3 de enero de 2012

Los pinceles de Dios

Estaba el otro día trabajando en el ordenador, gastando la mirada en un horizonte artificial, cuando, de pronto, sentí la necesidad de levantarme para estirar las piernas y perderme en los ojos de un horizonte natural.

         Cuál no sería mi sorpresa cuando me ví asistiendo a un espectáculo de indescriptible belleza, un atardecer de ensueño y melancolía, de ésos que no olvidas, que capturan la mirada y te arroban el alma.

         El cielo estallaba en colores rojizos, rosados, violetas, en un alarde de creatividad que –segura estoy- ningún pintor humano es capaz de plasmar con tanta maestría y delicadeza. ¡Cuánta sensibilidad y belleza contenidas en el inmenso lienzo de la vida!  Contuve el aliento como para respirar el aire de la tarde y sumergirme en su hechizo, como para detener el tiempo e impregnarme de eternidad.


         Por unos instantes deseé poseer los pinceles de Dios, su arte, su talento, su magia.

         Los deseé para poder poner un poco de luz allí donde moran las sombras y habita la miseria, para pintar con colores vivos, alegres y risueños las grises paredes en las que encerramos el alma, para teñir de esperanza las pupilas vacías de la gente sin futuro y colmarlas de nuevos sueños, para decorar los horizontes con el azul del mar, el rojo de la tarde, el verde de los prados o el color del viento.
        
         Deseé poseer ese don creador, esa magia, esa sensibilidad que permite convertir lo pequeño en hermoso, lo nimio en sublime, lo trivial en irrepetible, lo ordinario en especial, lo cotidiano en extraordinario; esa capacidad para llevar la belleza a cada rincón, para tejer la vida con dedos maestros, con esmero y delicadeza, con amor; esa pasión, esa entrega del artista que da lo mejor de sí mismo en cada pincelada, en cada retoque, en cada trazo, y que, absorto en su tarea, se olvida del mundo para fundirse con su creación, para hacerse uno con su obra de arte.

         A la par que lanzaba al viento de la tarde mi admiración y mis deseos, iba cayendo en la cuenta de mi pequeñez y mi simpleza, de mi falta de genialidad, de mi estrechez de miras, de mis carencias. Pero, poco a poco, se fue abriendo paso también otra percepción, otra manera distinta de ver las cosas. Me hice consciente de cómo, sin querer, me siguen influyendo los cánones de pensamiento que ha impuesto la sociedad, sus programas, valores y creencias: nos han enseñado a envidiar lo que no tenemos en lugar de esforzarnos por desarrollarlo o conseguirlo, a negar nuestros propios dones y talentos, a permitir que sigan durmiendo en el olvido o la indiferencia antes que afirmar la conveniencia y posibilidad de reconocerlos, valorarlos y desplegarlos; nos han inculcado que es preferible cercenar nuestras alas que remontar el vuelo, limitar nuestras capacidades y empequeñecer nuestro mundo que atrevernos a descubrirlo y explorarlo,  evitar riesgos que aprender de la experiencia enmendando los errores; nos han enseñado a derrochar negatividad, desencanto y pesimismo antes que luz, inspiración y vida.

         Con estos antecedentes es fácil sumirse en la impotencia y creer que nunca conseguiremos vencer nuestras resistencias, ni superar los miedos, ni decorar otros escenarios distintos a los que vemos, ni sumergirnos en otros paisajes más alentadores y vitales, menos inciertos y grises. Con estas enseñanzas cualquiera ve insignificante lo que es y lo que hace, poco valiosa su pequeña obra de arte diaria, hecha de retazos cotidianos, de remiendos, de simples detalles puestos al azar en el lienzo de la vida, sin la maestría y la técnica de quien domina el arte.

         Craso error considerarlo así y seguir añorando unos pinceles que, posiblemente, la Vida sí me ha dado -y, por extensión, nos ha dado a todos-. Porque, al nacer, me concedió la libertad de ser, vivir y crear lo que yo quisiera y como quisiera; puso a mi disposición, sin yo saberlo, pinceles, colores, lienzos y acuarelas, una variada gama de posibilidades para que dibujara mi realidad y decorara mi existencia; me susurró que podía entregarme con pasión al noble arte de vivir, amar, soñar y aprender, que en mí residía el potencial de crear y compartir la belleza, que, en todos los corazones, habita una chispa de luz y hay un genio dormido, esperando, cual Lázaro, que venga Jesús y le diga: “Levántate y anda”.

         Sé que nunca podré emular a la Naturaleza, ni imitar a Dios dibujando atardeceres, componiendo versos o sinfonías con los múltiples sonidos de la Vida. que seguiré viendo y admirando la creación, dejándome arrobar por ella, suspendiendo mi mirada por unos instantes para que se llene de eternidad, asombrándome tanto de la perfección de una simple florecilla silvestre como de la vastedad del Universo, de las libélulas como de las estrellas, de las piedras como de las olas, de la brisa como del rayo iluminando la noche, todo ello fragmentos de vida, nacidos del Amor.

         Pero, desde una nueva comprensión y consciencia,  me permitiré abrir mi caja de pinturas, extraer sus pinceles, atreverme a usarlos, a mezclar los colores, sin miedo, con la pasión y curiosidad del novato que quiere experimentarlo todo, con la vehemencia del artista novel que quiere probar sus dones y talentos y crear belleza, sacar lo que lleva dentro, materializar sus sueños.

         Estoy convencida de que es posible otra realidad, y de que, entre todos, podemos soñarla, dibujarla, pintarla, con los pinceles que, a cada uno, nos han sido dados, con los colores que la Vida depositó en nuestra alma. Quizá pueda parecer ingenuo, pero si esta misma noche nos decidiéramos a descubrir lo que significa amar la vida, perdiéramos el miedo y no nos importara ensuciarnos las manos, si estuviéramos dispuestos a utilizar, probar y mezclar los colores y pinturas, se produciría un cambio sorprendente en nuestras vidas,  dejaríamos de quejarnos de nuestras grises existencias porque habríamos comprendido que tenemos la facultad de elegir, la responsabilidad de actuar, el poder de convertir un lienzo en blanco en un paraíso y residir en él. Nadie mejor que nosotros mismos para decorar las paredes de la estancia en que hemos de morar.

         Te invito a coger tus pinceles y a llenar tu vida de luz.

         Mientras nos decidimos, la Naturaleza seguirá regalándonos hermosos atardeceres de ensueño y melancolía, pero esta vez, en lugar de añorar o desear los pinceles de Dios, nos sentiremos afortunados de contar con los nuestros.