“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

Thich Nhat Hanh

20 de septiembre de 2013

METAMORFOSIS


La oruga se durmió esa noche, presa de un temblor infinito. Encerrada en su capullo no era capaz de adivinar lo que le aguardaba al llegar el alba. Apenas distinguía recortada en el cielo la pálida silueta de la luna y el parpadeo fugaz de alguna remota estrella.

“¿Cuántos universos de luz –se preguntaba ensimismada- esperándome tras este velo que me impide ver con claridad? ¿Qué habrá más allá de  mí misma? ¿Acaso una alas doradas como el sol, acaso un corazón peregrino y soñador? ¡Me gustaría tanto aprender a volar! Sentirme libre, ligera como el viento, posarme en cada flor y deleitarme con su aroma y su néctar..., y... héme aquí, agazapada en los oscuros orificios de la tierra, arrastrándome siempre, rozando el polvo, el sudor y las piedras, hurgando en el silencio de las ramas, escondiéndome entre los huecos de los viejos árboles gastados por el tiempo, horadando la eterna soledad de las hojas. Mi caminar se hace lento, y el cielo... ¡está tan lejos...! ¡Cuánto daría por aprender a volar...! Sacrificaría hasta mi cuerpo, lo poco que soy y todo lo que tengo.”


Los párpados se le cerraron bajo el peso de su triste mirada y entornando los labios en un amago de trémula sonrisa, se durmió.

Vencida por el cansancio, se entregó al sueño, y ¿quién sabe si algún elfo travieso no recogió su lamento?

A la madrugada se despertó sintiéndose mojada. Creyó ser la caricia de sus propias lágrimas. Mas era el fresco roce del primer rocío de la mañana. Sintió la brisa suave robarle un suspiro y acariciarle el alma. Abrió los ojos y se descubrió unas alas. Miró a su alrededor y le estalló la Vida dentro de su frágil corazón.

¡Cuánta luz derramaron sus ojos de nácar. Cuánta belleza multicolor desgranándose como pétalos en el aire!

¡Cuánta fé no destiló su espíritu tembloroso para hacer realidad tal metamorfosis!

¡Cuánto amor no derrochó la noche para que de sus entrañas brotara el milagro!

La dulce mariposa escapó de su capullo sonrosado desplegando sus alas en el azul de la mañana.

Su corazón, exultante de vida, pletórico de dicha, por fín... ¡Volaba!





2 de septiembre de 2013

Sacudirse el miedo, entregarse a lo desconocido

             A veces la Vida da vértigo, sobretodo cuando vivimos tiempos tan convulsos e inciertos como los actuales, con una crisis que se cierne implacable sobre nuestras cabezas y que, como una sombra fiel, nos persigue a todas partes.

         A veces da la impresión de que las cosas se mueven a nuestro alrededor a velocidades vertiginosas y de que tenemos escaso control sobre un sinfín de circunstancias que giran, cual danzantes giróvagos, en un delirante y angustioso torbellino dispuesto a abrir sus fauces y engullirnos. Parece, en ocasiones, que la realidad quiera imponer su voluntad sobre la nuestra y que el mundo quiera lanzarnos un aviso: que no hay poder por encima de él y que nada es seguro.


         A veces la Vida se rige por leyes inescrutables que no logramos entender ni dominar, y nos zarandea como si fuéramos marionetas movidas por los dedos caprichosos de un azar impredecible. Parece como si no tuviéramos otra opción que resignarnos a soportar los vaivenes, huracanes y zozobras exteriores, o dejarnos engullir por la voracidad de fuerzas externas que no cesan de dar vueltas y más vueltas sobre nuestras cabezas y en el interior de nuestros corazones.

         Cuando el vértigo que da vivir se instala, abrimos la puerta al miedo y éste se apodera de nuestra alma, le permitimos que nos domine o nos doblegue, renunciamos a nuestro poder, nos sometemos a sus órdenes, le rendimos obediencia, le entregamos nuestras alas y nuestros sueños, nos resignamos impotentes a que el pesimismo, el abatimiento o la desesperanza hallen su morada entre los pliegues más profundos del alma. El miedo es, siempre, nuestro peor enemigo, cierra puertas, nos roba los proyectos y las esperanzas, nos sume en un letargo y una inercia que, difícilmente, nos podemos sacudir, nos asfixia y mina nuestra confianza en el futuro y en la Vida, nos muerde las entrañas… Cuando el miedo nos domina, el vértigo campa a sus anchas. No hay más quehacer que rendirle pleitesía, ocupa toda la mente, todo nuestro tiempo, contamina todo nuestro Ser,  nos limita y empequeñece. El miedo nos resta libertad.

         Sé de lo que hablo. Desde hace meses he venido padeciendo repetidas y frecuentes crisis de vértigo físico y real, no metafórico o figurado. Sé lo que se siente, adónde me lleva, cómo lo vivo, de qué manera y con qué actitudes lo he intentado afrontar. Y me es fácil, desde esta mi realidad cercana, entender la angustia, el sufrimiento y la impotencia que deben experimentar miles de personas aquejadas de un vértigo vital del que no saben o no pueden escapar, prisioneras de una realidad que se ven incapaces de manejar, que les desborda y les supera, y que gira y gira incesantemente sin dar casi tregua a que se repongan.

         He reflexionado y mucho a partir de esta experiencia, desde el corazón de mi propio malestar físico en busca de claves que me lo hicieran más soportable y fácil de llevar, pero sobre todo para aplicarlo a situaciones vitales donde urge plantearse nuevas maneras de manejar la incertidumbre o afrontar los cotidianos desafíos o pruebas que nos depara la vida.

       
          Quizá una de las primeras claves a tener en cuenta sea aceptar la inseguridad de la Vida, dejar de buscar absolutos inamovibles a los que rendir pleitesía, cesar en el vano empeño de querer controlarlo todo, dejar de temer las consecuencias de lo incierto, convencernos de que vivimos en un mundo de probabilidades y no de certezas (salvo las que provienen de lo más profundo del corazón), que, como proclama la física cuántica, nos movemos en el terreno de la incertidumbre, entre infinitas posibilidades de entre las qué sólo algunas se materializarán. Navegamos en un universo incierto e impredecible pero nos negamos a admitirlo, por eso seguimos buscando quiméricas tablas adónde agarrarnos ante la deriva de los acontecimientos, sólidos cimientos para consolidar nuestros planes de vida y que nos presten la seguridad que no acabamos de encontrar en nuestros corazones.

         Si no queremos sufrir, quizá deberíamos admitir con humildad y de buena gana que lo desconocido, los altibajos, los riesgos, los vaivenes forman parte de la vida, nos acompañan permanentemente y son una fuerza positiva que nos impele a avanzar. Entregarse a lo que más tememos, sacudirse del alma el miedo, zambullirse de lleno en lo insondable y desconocido, quizá, resuelva nuestros vértigos y suponga una de las mayores enseñanzas del adulto despierto y consciente. Y, aunque sé que este es el camino, también sé, por experiencia, lo difícil que resulta. Cuesta sacudirse el miedo, entregarse a lo desconocido, a lo incierto, a lo nuevo, asumir el cambio, que nada es eterno, que nada permanece, el fluir continuo e incesante de la Vida, su cadencia de inseguridades y zozobras.
  
     Estoy convencida de que, cuando nos liberamos del miedo y permitimos que se transforme en coraje y determinación, abrimos la puerta a la confianza. Y aquí, posiblemente, resida la segunda clave de este proceso de sanación vital: confianza plena en la Vida. Lo que supone ir más allá de la paradoja, superar las contradicciones, conciliar lo que en apariencia son conceptos que no encajan. Confiar en las consecuencias de lo que no conoces, en los caminos por explorar, en los territorios vírgenes por descubrir, abrirse al misterio de lo nuevo, darle un “sí” rotundo a la Vida, dejarse mecer por ella, abrazarla incluso aunque no entiendas sus designios ni sus mensajes, atreverse a confiar pese a los sinsentidos y el absurdo, puede resultar una tarea titánica, en ocasiones, imposible, pero perfectamente gratificante, enriquecedora, fecunda en experiencias y posibilidades. Cuando te abres a la Vida, te das cuenta de que los escollos se convierten en peldaños, y los contratiempos en oportunidades, los peligros en retos y las amenazas en auténticos desafíos de superación y realización personal.

         Y, quizá, para que ese proceso de transformación sea un hecho, la clave, una vez más, esté en la consciencia. Desde aquí dirigimos el mundo, manejamos la realidad, creamos escenarios propicios o adversos, dibujamos el decorado de nuestra propia existencia, escribimos el guión de nuestras vidas. La gran protagonista es la consciencia. Quizá deberíamos asumir nuestra responsabilidad y no permitir que el miedo o el vértigo dominen nuestras vidas, que los nubarrones del pesimismo se ciernan sobre nuestras cabezas o aniden en los corazones. La misma física cuántica habla del poder de la consciencia para modificar aquello que observa, la realidad de aquello a lo que presta atención o sobre la que posa su mirada. Aunque hay imponderables que no dependen de nosotros y que conviene aceptar, hay otras fuerzas que sí podemos aprender a manejar, nos pertenece a nosotros darles salida o solución, son de nuestra incumbencia, nos compete asumir la responsabilidad. Somos libres para pensar, para decidir qué sentir o cómo actuar, para elegir cómo afrontar los reveses, para comprometernos sin fisuras, incondicionalmente, con la Vida. Yo quiero ejercer ese poder, el que reside en mi consciencia, obrar según sus dictados; en última instancia, quiero, libremente, decidir si quedarme aquí o llegar allá, si estancarme o avanzar, si resignarme o luchar, si someterme o rebelarme, si desesperar o confiar. Quiero ejercer mi libertad para elegir con qué actitudes afrontar lo que me llega, lo que da vueltas a mi alrededor, lo que sobrevuela mi cabeza, lo que quiere anidar en mi corazón.

         Atrás queda la pesadilla del vértigo, seis meses de confusión e impotencia, de angustia y desesperación. Ante mí, el horizonte de un futuro incierto pero esperanzador, la sonrisa de un nuevo amanecer, nuevos caminos por descubrir, mi compromiso con la Vida.