“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

“Cuando contemplamos una flor, podemos ver en ella todo el cosmos”

Thich Nhat Hanh

22 de noviembre de 2014

Vivir desde el corazón


   
Hubo una vez, siendo yo niña, en que, huyendo del dolor y la soledad, me refugié en mi interior. Fue una época muy fértil, rica y profunda en la que me ocupé de cuidar el jardín de mi alma y cultivar sus flores para regalarme a mí misma su fragancia.

            Derroché una gran imaginación. Había días en que echaba discursos a la manera de los políticos de la época o los entrevistaba a la vez que respondía. Otras veces jugaba a imitar al hombre del tiempo (Mariano Medina, en aquel momento), dibujando en una pequeña pizarra negra, que me habían traído los Reyes, isobaras, anticiclones y borrascas. Pronosticaba el tiempo que iba a hacer al día siguiente aunque yo misma no entendía lo que decía. Me limitaba a utilizar y repetir las palabras que oía.

            En otras ocasiones y haciendo gala de una imaginación sin límites, cogía un misal (regalo de la primera comunión), una galleta María que se convertía en hostia sagrada y una silla que hacía de púlpito, y …decía misa. ¡Menudas homilías!  De inmediato, cambiaba de tercio y me transformaba en una misionera en lejanos países poblados de “negritos” para los que recogíamos en el colegio sellos usados (de ahí me vino mi afición a la filatelia y la colección que de niña tuve).

            Al rato siguiente me ponía a imitar a Félix Rodríguez de la Fuente, el amigo de los animales, el amigo de los niños. Quizá mi amor por la Naturaleza venga de allí. También se me daba bien imitar a un crítico de cine –Alfonso Sánchez- que tenía un habla muy peculiar y que despertó en mí la pasión por el cine. ¡Cuántas vidas y emociones diferentes me regaló el 7º Arte!


            En alguna ocasión también imité a mi abuelo dando instrucciones por teléfono.

            Rara vez jugué con muñecas. En la vieja casa, quedaron intactas metidas en sus cajas, sin apenas ser estrenadas. Prefería ser médico, cura o maestra -siempre con una pizarra, un bolígrafo o una libreta-,  escribir poemas o sumergirme en las historias fantásticas a que me invitaba la lectura, ensimismarme y pensar, mirar y soñar hacia dentro.

            A falta de amigas con quien jugar y compartir travesuras o pillerías propias de la edad o la época, eché mano de Jesús, con quien departía horas y horas, hablándole de mis cuitas y pesares, de angustias y soledades, de mis carencias y necesidades. Sentía que él me escuchaba y me procuraba una especie de consuelo que servía de bálsamo a mis heridas. Me hacía más soportable el aislamiento en que vivía.

            Poblaron mi mundo infantil infinidad de lecturas que me abrieron ventanas al mundo y, llegada una edad en que mi mente era capaz de asimilar otros puntos de vista, otros pensamientos, me sumergí en lecturas más profundas. De esa época data “El principito”, “Juan Salvador Gaviota”, “El lobo estepario”, “Demian” o “Sidharta”. Más tarde descubriría a R. Tagore (que me enamoró), a K. Gibrán y a Erich Fromm. Todos esos libros y algunos otros me marcaron profundamente, abonaron el camino para lo que hoy soy, me abrieron enormes ventanales a una mayor consciencia. Impagable todo lo que esos autores y libros supusieron para mí, para mi “mayoría de edad” mental, emocional y espiritual; fueron plantando en mi corazón semillas nuevas, nuevas maneras de vivir y estar en el mundo, que he ido regando con cuidado y esmero, en un gesto de gratitud hacia la Vida y hacia los que de forma anónima sembraron  y labraron mi alma.


            Sí, tuve una profunda vida interior, que, ahora, echo de menos. Quisiera recuperarla, pero con matices. Con el tiempo, he ido comprendiendo que fue una especie de huída hacia dentro, no una elección consciente y voluntaria, un mecanismo de supervivencia emocional al que accedí porque no tenía más remedio pero que me mantenía de espaldas a la Vida, que me alejaba del mundo, que me encerraba en mí misma, ajena a la realidad que sólo contemplaba desde la atalaya de mi alma. Mi mente infantil no encontró otra fórmula que refugiarse en su interior para escapar del dolor. Fue una época fértil, rica y muy profunda, pero “vivir hacia dentro” tiene un precio: la soledad, alejarse de la Vida, otear horizontes pero no atreverse a buscarlos, vivir las vidas de otros, enajenarse de la propia…

            Dirigí y concentré mi mirada en mi interior, todos mis esfuerzos a conocerme, me afané en buscarme y en buscar respuestas a los porqués de la vida, intenté comprender y comprenderme, darle un sentido a las cosas, ante todo, realizarme, aunque, en aquel entonces, no supiera muy bien qué significaba ese anhelo que me quemaba por dentro. Y, aunque eso significara, darle la espalda a cuanto me rodeaba.
           
            En los albores de un nuevo comienzo, reflexiono sobre mi vida pasada, para recuperar la savia que me mantuvo viva y plena por dentro durante tanto tiempo. Pero he aprendido que es preciso introducir varios matices.


            No se trata de “vivir hacia dentro” sino “desde dentro”. A simple vista pudiera parecer que es lo mismo. Pero no. En el primer caso cierras las puertas a la Vida, te alejas de la realidad, vives en un mundo que has creado para escapar del dolor, para protegerte de las heridas que otros pudieran infligirte, para evitar enfrentar los contratiempos y rigores del día a día, para eludir la responsabilidad de tomar decisiones.  No puedes vivir permanentemente ajena a lo que te rodea, refugiada en una torre de marfil como mera observadora de lo que pasa. Vivir significa implicarse, llegar al fondo de las cosas, ensuciarse las manos, poner el corazón en lo que haces, no ser simple espectadora de una obra de teatro que otros representan y con la que tú te identificas, única licencia que te permites para sentirte viva.

            Sin embargo “vivir desde dentro” es otra cosa. Es cuidar el jardín de tu alma con esmero, delicadeza y paciencia, es cultivar las mejores flores para regalarlas, y no sólo para que adornen tu almohada, es entregar con ellas el mejor de los perfumes y sembrar de belleza cuanto tus manos tocan. Es trabajarte por dentro, iluminar tus sombras, pulir tus defectos,  poner al servicio de la humanidad tus dones, compartir tus talentos, dar siempre lo mejor de ti mismo.

            Vivir “desde dentro” es conectar con tu esencia más profunda para escuchar el mensaje de su sabiduría, dotar de significado a cada detalle de la vida, buscar y expresar la autenticidad en cada palabra, en cada pensamiento, en cada acto, alinear espíritu, mente, corazón y cuerpo en un todo interrelacionado que no sabe de fronteras, es sacralizar lo cotidiano, ir más allá de la apariencia y la superficie, ver la propia luz  y reconocerla en el otro, es ser alma pura para actuar con alma en el escenario de la Vida, ser genuino, ser tú mismo e invitar con el ejemplo a que los demás también lo sean. Sólo el silencio y la soledad, el encuentro profundo con uno mismo es capaz de hacer madurar los frutos del alma y sólo entonces podemos entregar a los demás su fragancia. Pero que esa soledad no signifique nunca renuncia, aislamiento, darle la espalda a la realidad, desconectarse del mundo en que vives, encerrarse y huir hacia dentro, replegarse en sí mismo, crearse mundos imaginarios donde agonizar de impotencia y miedo.

            Pero vivir “desde el corazón” supone también un desafío a nuestra manera de vivir acelerada y superficial, siempre corriendo hacia delante, huyendo hacia ninguna parte, escapando de nosotros mismos, de nuestros fantasmas, de nuestras miserias y sombras, de los recuerdos dolorosos,  de las decepciones, errores y fracasos. Vivimos en un mundo en que continuamente nos damos la espalda a nosotros mismos, convencidos de que hay que mirar hacia delante y vivir “hacia fuera”, inconscientes de que hay un alma que alimentar y un corazón que sanar. Nos afanamos en seguir buscando la llave de la felicidad fuera simplemente porque hay más luz, olvidando que la perdimos dentro.

            Por eso, creo que no es saludable ni vivir “hacia dentro”, de espaldas a la Vida, ni “hacia fuera” dándote la espalda. Hay una tercera vía, vivir “desde dentro”, “desde el corazón”, una vía intermedia que integra la plenitud interior con la autenticidad exterior. Porque sólo cuando eres leal con tu alma, puedes serlo con la Vida, sólo cuando cultivas, atiendes, mimas  tus mejores flores puedes, después, regalarlas y esparcir por el mundo su fragancia.

"Siempre queda algo de fragancia en la mano que da rosas"






12 de noviembre de 2014

Hacia  una  nueva  identidad


           
            “El Águila es el ave de mayor longevidad de su especie; llega a vivir setenta años. Pero para llegar a esa edad, a los cuarenta años, deberá tomar una seria y difícil decisión.

       
     A los cuarenta años, sus uñas se tornan apretadas y flexibles, incapaces de coger a sus presas de las cuales se alimenta. Su pico largo y puntiagudo se curva apuntando contra su pecho. Sus alas están envejecidas y pesadas y sus plumas gruesas. Volar se hace ya muy difícil.

           Entonces el Águila tiene solamente dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación, que durará 150 días. Este proceso consiste en volar hacia lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga la necesidad de volar.

         Al encontrarse en el lugar, el águila comienza a golpear su pico contra la pared hasta conseguir arrancarlo. Después de arrancarlo, esperará el crecimiento de uno nuevo, con el que desprenderá una a una sus uñas talones. Cuando los nuevos talones comienzan a nacer, comenzará a sacar sus plumas viejas.

            Después de cinco meses saldrá hacia el famoso vuelo de renovación que le dará 30 años más de vida.

           En la nuestra, muchas veces tenemos que resguardarnos por algún tiempo y comenzar un proceso de renovación. Para ello hay que desprenderse de costumbres, tradiciones y recuerdos que nos causaron dolor.

            Solamente libres del peso del pasado, podremos aprovechar el resultado valioso que una renovación nos trae”.

            ¿Verdad o leyenda, cuento o realidad? No lo sé. Sí sé que su mensaje simbólico ha calado en mi alma. Me insinúa un camino a seguir, iniciar una renovación interior que, aunque sea dolorosa, al final acabará abriéndome las puertas del cielo, ese cielo infinito que está esperando que mis alas se desplieguen para echar a volar. Siempre ha sido ése mi mayor deseo, remontar el vuelo y surcar otros espacios que ni siquiera soy capaz de imaginar.

            Si traigo este relato a colación es porque, en este momento de mi vida, describe mi estado. Me siento como el águila, en la encrucijada de renovarse o seguir perpetuando patrones de vida que no llevan a ninguna parte, salvo al vacío, una sensación que me es desagradable e incómoda. Surge, pues, en mí una necesidad vital que no puedo desoír, a no ser que me conforme con mantener unas alas envejecidas y pesadas, gruesas las plumas, el pico rígido y las uñas gastadas, la mirada corta y el corazón vencido. Mi alma me está pidiendo a gritos renovación, iniciar un proceso que me lleve a una nueva identidad, una nueva manera de ser, vivir, y mirar, que me permita seguir volando en libertad.

            Quizá, como el águila del cuento, deba arrancar de raíz los miedos que muerden el alma y esperar que, en su puesto, crezcan el coraje y la determinación para perseguir los sueños que aún anidan en ella; quizá deba desempolvar los fantasmas que aun pueblan mi mente, costumbres y recuerdos enquistados y transformarlos en experiencia y aprendizaje, en fuerza para seguir adelante. Quizá, como el águila, deba desprenderme de lo viejo y caduco, de lo que ya no sirve, de rancias creencias que perpetúan mi impotencia y mi apatía, de esas plumas gastadas que ya ni me protegen del frío ni  me consuelan de las heridas no cicatrizadas. Sólo liberando lastre y soltando el pasado, podré recomponerme y renovarme, nacer de nuevo, abrir otra página y reinventarme.

            Toca resguardarse en el corazón de la montaña, mirar hacia dentro, iniciar el proceso, sumergirse en las profundidades del silencio, y tomarse tiempo para que madure el fruto de una nueva identidad,  mi verdadero ser,  mi auténtica realidad. Llegado el momento, con las alas renovadas, podré remontar el vuelo, explorar otros cielos, conquistar otros sueños.

            Un nuevo comienzo, una nueva identidad, vivir desde dentro, poner el corazón, llenar mis alforjas de sueños, colmar de profundidad mi mirada, tejer con sonrisas y alegría de vivir mis alas. Ha llegado el momento.