A veces la Vida da vértigo,
sobretodo cuando vivimos tiempos tan convulsos e inciertos como los actuales,
con una crisis que se cierne implacable sobre nuestras cabezas y que, como una
sombra fiel, nos persigue a todas partes.
A veces
da la impresión de que las cosas se mueven a nuestro alrededor a velocidades
vertiginosas y de que tenemos escaso control sobre un sinfín de circunstancias
que giran, cual danzantes giróvagos, en un delirante y angustioso torbellino
dispuesto a abrir sus fauces y engullirnos. Parece, en ocasiones, que la
realidad quiera imponer su voluntad sobre la nuestra y que el mundo quiera
lanzarnos un aviso: que no hay poder por encima de él y que nada es seguro.
A veces
la Vida se rige por leyes inescrutables que no logramos entender ni dominar, y
nos zarandea como si fuéramos marionetas movidas por los dedos caprichosos de
un azar impredecible. Parece como si no tuviéramos otra opción que resignarnos
a soportar los vaivenes, huracanes y zozobras exteriores, o dejarnos engullir
por la voracidad de fuerzas externas que no cesan de dar vueltas y más vueltas
sobre nuestras cabezas y en el interior de nuestros corazones.
Cuando
el vértigo que da vivir se instala, abrimos la puerta al miedo y éste se
apodera de nuestra alma, le permitimos que nos domine o nos doblegue,
renunciamos a nuestro poder, nos sometemos a sus órdenes, le rendimos
obediencia, le entregamos nuestras alas y nuestros sueños, nos resignamos
impotentes a que el pesimismo, el abatimiento o la desesperanza hallen su
morada entre los pliegues más profundos del alma. El miedo es, siempre, nuestro
peor enemigo, cierra puertas, nos roba los proyectos y las esperanzas, nos sume
en un letargo y una inercia que, difícilmente, nos podemos sacudir, nos asfixia
y mina nuestra confianza en el futuro y en la Vida, nos muerde las entrañas…
Cuando el miedo nos domina, el vértigo campa a sus anchas. No hay más quehacer
que rendirle pleitesía, ocupa toda la mente, todo nuestro tiempo, contamina
todo nuestro Ser, nos limita y
empequeñece. El miedo nos resta libertad.
Sé de
lo que hablo. Desde hace meses he venido padeciendo repetidas y frecuentes
crisis de vértigo físico y real, no metafórico o figurado. Sé lo que se siente,
adónde me lleva, cómo lo vivo, de qué manera y con qué actitudes lo he
intentado afrontar. Y me es fácil, desde esta mi realidad cercana, entender la
angustia, el sufrimiento y la impotencia que deben experimentar miles de
personas aquejadas de un vértigo vital del que no saben o no pueden escapar,
prisioneras de una realidad que se ven incapaces de manejar, que les desborda y
les supera, y que gira y gira incesantemente sin dar casi tregua a que se
repongan.
He
reflexionado y mucho a partir de esta experiencia, desde el corazón de mi
propio malestar físico en busca de claves que me lo hicieran más soportable y
fácil de llevar, pero sobre todo para aplicarlo a situaciones vitales donde
urge plantearse nuevas maneras de manejar la incertidumbre o afrontar los
cotidianos desafíos o pruebas que nos depara la vida.
Quizá
una de las primeras claves a tener en cuenta sea
aceptar la inseguridad de la Vida, dejar de buscar absolutos
inamovibles a los que rendir pleitesía, cesar en el vano empeño de querer
controlarlo todo, dejar de temer las consecuencias de lo incierto, convencernos
de que vivimos en un mundo de probabilidades y no de certezas (salvo las que
provienen de lo más profundo del corazón), que, como proclama la física
cuántica, nos movemos en el terreno de la incertidumbre, entre infinitas
posibilidades de entre las qué sólo algunas se materializarán. Navegamos en un
universo incierto e impredecible pero nos negamos a admitirlo, por eso seguimos
buscando quiméricas tablas adónde agarrarnos ante la deriva de los acontecimientos,
sólidos cimientos para consolidar nuestros planes de vida y que nos presten la
seguridad que no acabamos de encontrar en nuestros corazones.
Si no
queremos sufrir, quizá deberíamos admitir con humildad y de buena gana que lo
desconocido, los altibajos, los riesgos, los vaivenes forman parte de la vida,
nos acompañan permanentemente y son una fuerza positiva que nos impele a
avanzar. Entregarse a lo que más tememos, sacudirse del alma el miedo,
zambullirse de lleno en lo insondable y desconocido, quizá, resuelva nuestros
vértigos y suponga una de las mayores enseñanzas del adulto despierto y
consciente. Y, aunque sé que este es el camino, también sé, por experiencia, lo
difícil que resulta. Cuesta sacudirse el miedo, entregarse a lo desconocido, a
lo incierto, a lo nuevo, asumir el cambio, que nada es eterno, que nada
permanece, el fluir continuo e incesante de la Vida, su cadencia de
inseguridades y zozobras.
Estoy
convencida de que, cuando nos liberamos del miedo y permitimos que se
transforme en coraje y determinación, abrimos la puerta a
la confianza. Y aquí,
posiblemente, resida la segunda clave de este proceso de sanación vital:
confianza plena en la Vida. Lo que supone ir más allá de la paradoja, superar las
contradicciones, conciliar lo que en apariencia son conceptos que no encajan.
Confiar en las consecuencias de lo que no conoces, en los caminos por explorar,
en los territorios vírgenes por descubrir, abrirse al misterio de lo nuevo,
darle un “sí” rotundo a la Vida, dejarse mecer por ella, abrazarla incluso
aunque no entiendas sus designios ni sus mensajes, atreverse a confiar pese a
los sinsentidos y el absurdo, puede resultar una tarea titánica, en ocasiones,
imposible, pero perfectamente gratificante, enriquecedora, fecunda en experiencias
y posibilidades. Cuando te abres a la Vida, te das cuenta de que los escollos
se convierten en peldaños, y los contratiempos en oportunidades, los peligros
en retos y las amenazas en auténticos desafíos de superación y realización
personal.
Y, quizá,
para que ese proceso de transformación sea un hecho, la clave, una vez más,
esté en la
consciencia. Desde aquí dirigimos el mundo, manejamos la
realidad, creamos escenarios propicios o adversos, dibujamos el decorado de
nuestra propia existencia, escribimos el guión de nuestras vidas. La gran protagonista es la consciencia. Quizá deberíamos asumir nuestra responsabilidad y no
permitir que el miedo o el vértigo dominen nuestras vidas, que los nubarrones
del pesimismo se ciernan sobre nuestras cabezas o aniden en los corazones. La
misma física cuántica habla del poder de la consciencia para modificar aquello
que observa, la realidad de aquello a lo que presta atención o sobre la que posa
su mirada. Aunque hay imponderables que no dependen de nosotros y que conviene
aceptar, hay otras fuerzas que sí podemos aprender a manejar, nos pertenece a
nosotros darles salida o solución, son de nuestra incumbencia, nos compete
asumir la
responsabilidad. Somos libres para pensar, para decidir qué
sentir o cómo actuar, para elegir cómo afrontar los reveses, para
comprometernos sin fisuras, incondicionalmente, con la Vida. Yo quiero ejercer
ese poder, el que reside en mi consciencia, obrar según sus dictados; en última
instancia, quiero, libremente, decidir si quedarme aquí o llegar allá, si
estancarme o avanzar, si resignarme o luchar, si someterme o rebelarme, si
desesperar o confiar. Quiero ejercer mi libertad para elegir con qué actitudes
afrontar lo que me llega, lo que da vueltas a mi alrededor, lo que sobrevuela
mi cabeza, lo que quiere anidar en mi corazón.
Atrás
queda la pesadilla del vértigo, seis meses de confusión e impotencia, de
angustia y desesperación. Ante mí, el horizonte de un futuro incierto pero
esperanzador, la sonrisa de un nuevo amanecer, nuevos caminos por descubrir, mi
compromiso con la Vida.